NOCHE DE HALLOWEEN
Cuando las luces se apagan, el ruido de su cabeza aumenta en decibelios: palabras sueltas, inconexas, asco, vida, mierda, no puedo, no valgo, no soy.
Se saca del doblez de la manga, la media cucharilla que robó esta tarde de la bandeja; la abuela, siempre vigilante, se ha ido a descansar; la madre ha salido a fumar un pitillo. Está sola, algo totalmente prohibido, pero en casa siempre se han saltado las normas.
Justo cuando intenta hacer una incisión más en el brazo cargado de heridas, la enfermera, a través de la pantalla conectada a su habitación, la ve y sale disparada hacia la habitación. ¡Lourdes!
Transcurre la noche; las luces nocturnas que iluminan el pasillo disminuyen la intensidad de las mañanas. El sueño químico tarda en llegar.
No sabe cuánto lleva dormida cuando el ruido de unos gritos irrumpe en la habitación contigua, golpes en la pared. La despiertan. Se levanta a hurtadillas y se asoma a la puerta. Enseguida ve a las enfermeras acompañadas de una mujer alta con una bata abierta que aletea por el pasillo. Entran en el cuarto seguidas de dos hombres fornidos vestidos con uniforme marrón; son los guardias de seguridad. Antes de volver a la cama, aparece una auxiliar y le increpa que vaya a acostarse inmediatamente.
Espera otra vez a que las pastillas la vuelvan a anestesiar cuando oye el nombre de la nueva inquilina. Valeria. Tiene quince años, se lo ha escuchado a su padre, uno más que ella.
Tía, que yo en mi casa me encuentro muy sola.
Han pasado tres semanas; las dos adolescentes han respondido bien al tratamiento, todo parece mejorar; ambas se han unido frente a la pesadilla, frente al deseo de querer quitarse la vida, intento de autolisis, lo llaman los especialistas. Las madres también han hecho piña. El equipo de psiquiatría valora positivamente este hecho. Deciden darles un permiso de salida para que puedan disfrutar la noche de Halloween; volverán a la tarde siguiente, podrán dormir en sus casas y, si lo desean, quedar para salir juntas.
Anda, le contesta Lourdes acariciando el pelo largo hasta la cintura de su nueva amiga.
No, claro, es que tú tienes a tu madre. Valeria cruza los brazos sobre el pecho y encorva el cuerpo.
Y tú también y a tu novia y a tu hermano, sonríe. Valeria comienza a llorar; la madre chista con la lengua y frunce el ceño.
Déjala que llore, tiene que llorar, que se desahogue. La otra madre intenta ayudar, se deshace la cola de un pelo abundante y rizado y se la vuelve a recoger, mueve la cabeza hacia delante y hacia atrás. El gesto rígido.
Pero no puede estar todo el día así.
Las dos jóvenes se abrazan.
Venga, que nos va a ir muy bien en la calle, que vamos a quedar, oye, que yo también estoy cagada, mírame, ¿ves? Lourdes le muestra los brazos llenos de heridas infectadas. Las ganas que me han entrado de sacar la cuchilla del sacapuntas y seguir… o, yo qué sé, pero al final he comido y no me ha entrado la ansiedad; las pastillas ayudan.
La mañana es luminosa; el sol entra por los ventanales que dan al fondo de la planta, donde se encuentran las niñas y las madres. Se oyen unos pasos ligeros. Aparece la psicóloga.
¿Qué pasa con estas chicas? Venga, que nos vamos.
Toma, sécate las lágrimas; saca del bolsillo de la bata un papel de tisú.
Las jóvenes se dan la mano y siguen los pasos de la psicóloga. Tras ellas, las progenitoras.
Yo sé que de esta sale, le dice la una a la otra.
Pues yo no sé, porque ayuda, lo que se dice ayuda, con el padre no tengo; se recoloca las gafas de sol, de montura ancha, sobre el pelo recogido. Cuento poco con él; no quiere quedarse solo con ella, le tiene miedo cuando se pone así y no sabe cómo reaccionar.
Poco a poco, mujer.
Sí, pero el marrón es para mí y él siempre de rositas, que se lo consiente todo para que no se cabree y luego yo me tengo que hacer la dura; afea el gesto.
Pues mi ex lo que dice es que a la niña lo que le faltan son dos hostias bien dadas; no me lo puedo creer, de verdad, y lo peor es que algunas veces creo que tiene razón, porque cuando se pone en ese plan, ganas no me faltan de dárselas, se encoge de hombros y niega con la cabeza, luego sonríe con sarcasmo. Cuatro diazepanes de una vez me tendría que tomar al día para estar tranquila.
La tarde transcurre con ajetreo en la planta de pediatría; el resto de niños se maquilla, con la ayuda de los voluntarios de Avoi, para disfrazarse y correr de cuarto en cuarto y pedir caramelos, solo los que puedan tomarlo.
El psiquiatra no quiere presionar a las niñas y les da a elegir entre salir de permiso o quedarse allí. Ellas optan por lo último. Se unen al resto para montar sus disfraces. De muertas, vamos a ir de muertas, acuerdan ambas entre la algarabía de voluntarios, niños y madres.
Las luces se apagan de nuevo, se ha hecho de noche, los niños se han divertido. Después de la cena, caen exhaustos. La serenidad vuelve a la planta.
Lourdes y Valeria han conseguido el maquillaje perfecto; se reúnen en la habitación de Valeria con dos amigas, una de cada una, a las que les han permitido visitarlas y quedarse hasta la medianoche. Las madres están en el otro cuarto; las oyen reír a cada poco, parecen felices.
Una de las madres, aprovechando el momento de calma, decide tomarse un diazepán; abre el bolso. No encuentra las pastillas. Son dos cajas; nunca se separa de ellas. Nadie sabe que las lleva, porque las guarda en el forrillo de abajo, para que no las vea su hija; ni siquiera las declara cuando las enfermeras lo revisan cada vez que viene de la calle.
Pone el bolso boca abajo, lo sacude con estupor; la otra madre se da cuenta, tiene el rostro congestionado.
La noche es lenta, pesada, opaca.
Lourdes y Valeria, Valeria y Lourdes, han jugado a su juego y han ganado.
Ahora respiran de forma artificial en la UCI, en camas contiguas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario