Las escenas dialogadas son muy interesantes para introducir un punto de ritmo
vital en la ejecución de nuestros relatos.
Antes de nada es necesario señalar que es incorrecto usar
el guión corto (-) para abrir un diálogo. En su lugar, hay que emplear la raya
o guión largo (—) o bien las comillas latinas (« »). El problema es que la
mayoría de los teclados no nos muestran estos símbolos por defecto, pero no os
preocupéis, se pueden conseguir de otras formas.
Si tienes un PC
Para obtener el guión largo necesario en los diálogos,
pulsa Alt mientras escribes 0151 en el teclado numérico. ¡Tu símbolo —
aparecerá automáticamente! Para las comillas latinas, lo mismo: pulsamos Alt y
escribiendo 174 y 175 respectivamente. Resumiendo:
Alt0151: guión largo (—)
Alt174: comillas de apertura («)
Alt175: comillas de cierre (»)
Si tienes un Mac
La combinación de teclas para este sistema operativo es
distinta. En este caso tenemos que pulsar las teclas ALT y mayúsculas (también
llamada SHIFT) junto con una tercera, que os indico a continuación:
Alt + Mayúsculas + guión corto (-):
guión largo (—)
Alt + Mayúsculas + tilde: comillas de apertura («)
Alt + Mayúsculas + ç: comillas de cierre (»)
Así de sencillo.
A continuación vamos a pasar a contar las
diferencias entre diálogo directo y diálogo indirecto.
Se llama diálogo directo a aquel en el que los personajes
hablan directamente, sin intervención del narrador. Es decir, el típico diálogo
que nos encontramos en una novela o un relato y que tiene esta forma:
—Hola —dijo Pedro.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó María.
En cambio, en el diálogo indirecto es el narrador el que habla por los
personajes, tal que así:
Pedro dijo hola a María y ella le preguntó cómo se encontraba.
Representación gráfica del diálogo directo
tradicional
Como hemos visto en el punto anterior, el diálogo directo
suele representarse con las rayas o guiones largos en la forma tradicional
española y la manera correcta es la siguiente:
1. Cada intervención en un párrafo. Es decir, cada vez que un
personaje habla, se hace un punto y aparte de comienzo y de final:
FORMA INCORRECTA:
Los niños se encontraron por la calle y comenzaron a hablar: —Me gustaría
que vinieses a jugar a mi casa —comentó Martín. —Vale, pero tengo que
preguntarle a mi madre si me deja —dijo Ana.
FORMA CORRECTA:
Los niños se encontraron por la calle y comenzaron a hablar:
—Me gustaría que vinieses a jugar a mi casa —comentó Martín—. ¿Te apetece?
—Vale, pero tengo que preguntarle a mi madre si me deja —dijo Ana.
2. Los espacios donde tocan. Al comenzar el diálogo, no hay
separación entre la raya y el comienzo de la frase. Además, los incisos o
intervenciones del narrador van siempre entre rayas y sin espacios, ya que
funcionan como si fueran paréntesis. Es decir:
FORMA INCORRECTA:
— Me gustaría que vinieses a jugar a mi casa— comentó Martín—. ¿Te apetece?
— Vale, pero tengo que preguntarle a mi madre si me deja— dijo Ana.
FORMA CORRECTA:
—Me gustaría que vinieses a jugar a mi casa —comentó Martín—. ¿Te apetece?
—Vale, pero tengo que preguntarle a mi madre si me deja —dijo Ana.
Fijaos en que al final de una línea de diálogo que termina con el narrador (dijo
Ana) no se coloca raya de cierre. Basta con el punto.
3. Los signos de puntuación con los verbos dicendi. Por norma
general, los signos de puntuación se colocan siempre después del inciso, cuando
el verbo principal de la frase es un verbo dicendi o verbo del
habla (dijo, comentó, susurró, preguntó, exclamó…):
—Me gustaría que vinieses a jugar a mi casa —comentó Martín—. ¿Te apetece?
—Vale, pero tengo que preguntarle a mi madre si me deja —dijo Ana.
Tomando de nuevo el ejemplo anterior, fijaos en que tanto en la intervención de
Martín como en la de Ana el inciso comienza en minúscula y sin puntos ni comas.
El signo se pone al final del inciso. Ocurriría lo mismo para otros signos de
puntuación:
—Me gustaría que vinieses a jugar a mi casa. ¿Te apetece? —dijo Martín.
—Vale —respondió Ana—, pero tengo que preguntarle a mi madre si me deja.
4. Los signos de puntuación cuando el verbo NO es dicendi. Cuando
nos encontramos un verbo distinto a los comentados en el punto anterior (es
decir, un verbo que no sea de habla), la representación se realiza de otra
forma. En este caso, el punto se coloca antes del inciso y este comenzará con
mayúscula o minúscula según corresponda, como en el caso de los siguientes
ejemplos:
—Déjame verlo. —Abrió la caja.
—Déjame verlo. —Abrió la caja—. No lo romperé.
—¿Puedo verlo? —Abrió la caja—. No lo romperé.
—Déjame verlo —abrió la caja— o me pondré a gritar.
Representación gráfica del diálogo directo con
comillas
Además de la forma anterior, el diálogo directo también
puede representarse con comillas latinas, ya sea en su forma mixta o en la
forma anglosajona. Veamos cómo funciona la puntuación en estos casos:
FORMA MIXTA. Extraído del libro “Santuario”, de William Faulkner:
«No lo saque —respondió Popeye—. Dígame qué es».
«Es un libro».
«¿Qué libro?» —dijo Popeye.
FORMA MIXTA con comillas latinas:
«No lo saque», respondió Popeye. «Dígame qué es».
«Es un libro».
«¿Qué libro?», dijo Popeye.
FORMA MIXTA con comillas inglesas:
“No lo saque”, respondió Popeye. “Dígame qué es”.
“Es un libro”.
“¿Qué libro?”, dijo Popeye.
FORMA MIXTA con comillas simples:
‘No lo saque’, respondió Popeye. ‘Dígame qué es’.
‘Es un libro’.
‘¿Qué libro?’, dijo Popeye.
Representación del diálogo dentro del diálogo
Otra duda frecuente es cómo escribir un diálogo dentro de
un diálogo. Es decir, ¿qué pasa si un personaje imita la voz de otro? Pues algo
tal que así:
Extraído del libro “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo:
—Estás segura de que él fue, ¿verdad?
—Segura no, tío. No le vi la cara. Me agarró de noche y en lo oscuro.
—¿Entonces cómo supiste que era Miguel Páramo?
—Porque él me lo dijo: «Soy Miguel Páramo, Ana. No te asustes». Eso me dijo.
Representación de pensamientos
A veces, las voces de un personaje en la historia no son
habladas, sino pensadas. En este caso, la representación correcta es siempre
con comillas (latinas preferiblemente), nunca entre rayas:
«Qué sueño tengo», pensó Lucas. «Debería irme a la cama».
¿Para qué sirven los diálogos?
Hay muchos ejemplos de grandes diálogos entre los maestros de la escritura,
pero me he decantado por un ejemplo de “Apegos Feroces” de Vivian Gornick por
su dinamismo y porque retrata muy bien a sus protagonistas.
—Pues estoy leyendo la biografía que me dejaste —dice.
Miro hacia ella con desconcierto y entonces caigo en la cuenta.
—¡Ah! —Sonrío encantada—. ¿Te está gustando?
—Escúchame bien —comienza. La sonrisa se me borra de la cara y el estómago se
me encoge. Ese «Escúchame bien» significa que va a criticar el libro que le
dejé. Va a decir: «¿Qué? ¿Qué cuenta? ¿Qué cuenta que yo no sepa ya? Yo viví
esa época. Ya me lo conozco. ¿Qué puede contarme este escritor que no sepa ya?
Nada. A ti te puede interesar, pero ¿a mí? ¿Cómo me va a interesar?»
Y seguirá dándole vueltas una y otra vez, como hace cuando cree que no entiende
algo, tiene miedo y busca refugio en el desprecio y la crítica despiadada.
El libro que le dejé es una biografía de Josephine Herbst, una escritora de los
años treinta, una mujer obstinada, tenaz y embravecida, entusiasmada por la
política, el amor y la escritura, que luchó por todo hasta el último aliento.
—Escúchame bien —me dice mi madre en ese tono de condescendencia que ella
considera conciliador—. Igual a ti te interesa el tema, pero a mí no. Viví esa
época. Ya me lo conozco. ¿Qué puedo aprender yo de esto? Nada. A ti te puede
interesar, pero a mí no.
Invariablemente, cuando habla así, me hierve la sangre y antes de que dejen de
brotar frases de su boca, ya la estoy fustigando.
—Eres una ignorante, no tienes ni idea, sólo una persona inculta hablaría así.
El hecho de que hayas vivido aquella época, como tú dices, sólo hace que el
ambiente te resulte familiar y eso enriquece la lectura, no significa que tú
podrías haber escrito ese libro. Hay personas con una formación mil veces mejor
que la tuya que lo han leído y han aprendido de él, pero tú eres incapaz de
aprender nada de él.
Y seguiremos dándole vueltas y vueltas hasta estropear la tarde entera.
Sin embargo, en el último año ha comenzado a darse una extraña circunstancia.
En ocasiones, no me llega a hervir la sangre. Me irrito, pero permanezco
tranquila. No entro en cólera, no hago de la tarde un holocausto. Hoy, al
parecer, sobreviene uno de esos momentos. Me vuelvo hacia mi madre, le paso el
brazo por la espalda aún firme, coloco mi mano derecha sobre su brazo y le
digo:
—Mamá, si el libro no te interesa, no pasa nada. Me lo puedes decir. —Me mira
con reserva, con los ojos como platos, medio vuelta hacia mí; ahora sí que
muestra interés—. Pero no digas que no puedes aprender nada de él, que no vale
nada. Es indigno de ti, de libro y de mí. Nos rebajas a todos cuando dices eso.
Escúchame. Cuánta sabiduría. Y toda ella obtenida hace diez minutos.
Silencio. Un largo silencio. Caminamos otra manzana. Silencio. Mira abstraída
al vacío. Me adelanto, acompasando mis pasos a los suyos. No digo nada, no la
presiono. Otra manzana en silencio.
—La Josephine Herbst esta —comenta mi madre—, la armó buena, ¿no?
Feliz y aliviada le doy un abrazo.
—Tampoco sabía bien lo que hacía pero sí, mamá, la armó buena.
—Le tengo envidia —me espeta mi madre—. Le tengo envidia porque vivió su vida.
Yo no viví la mía.
Recordad, un buen DIÁLOGO:
CARACTERIZA A LOS PERSONAJES: Como ya hemos
visto el diálogo sirve para caracterizar personajes. Para ello es interesante
observar:
· Vocabulario que
usa cada personaje: culto, jerga, sencillo, preciso, abstracto…
· Estructura de
las frases que construye: frases largas, cortas, tendencia a las preguntas,
frases cortadas y con vacilaciones…
· Punto de vista
que muestra con sus palabras que muestran su estado y su condición: cómo ve el
mundo un niño, cómo lo ve un alcohólico, alguien enamorado…
· Muletillas
personales: Termina las frases con una palabra, tiende a interrumpir…No abusar
de este último aspecto.
Ejemplo:
—¡Ven aquí, chico! —le dijo—. Déjame verte más de cerca.
El chiquillo saltó del sofá y corrió al
canapé.
—Bueno —comenzó Beliayev, poniéndole una
mano en el hombro—. ¿Cómo te va?
—Le diré a usted… Antes me iba mejor.
—¿Y eso?
—Es muy sencillo. Antes, mi hermana y yo
leíamos y tocábamos el piano, y ahora nos obligan a aprendernos de memoria
poesías francesas… ¿Se ha cortado usted el pelo hace poco?
—Sí, hace unos días.
—¡Ya lo veo! Tiene usted la perilla más
corta. ¿Me deja usted tocársela?… ¿No le hago daño?… ¿Por qué cuando se tira de
un solo pelo duele y cuando se tira de todos a la vez casi no se siente?
Una pequeñez. Antón Chejov.
HACE AVANZAR LA TRAMA:
· Un buen diálogo
propulsa la trama hacia delante.
· Se tiende a
dialogar aquello que resulte tenso, importante, dramático (las revelaciones, el
conflicto, el momento en que dos personajes se encuentran por primera vez…), no
se dialoga lo que es obvio o se presupone (los saludos entre viejos amigos,
cuando un personaje cuenta algo que el lector ya conoce…)
· Es por ello que
se dice que el diálogo tiene que empezar tarde y acabar pronto.
Ejemplo:
—La cerveza está buena y fresca —dijo el hombre.
—Es preciosa —dijo la muchacha.
—En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig
—dijo el hombre—. En realidad no es una operación.
La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la
mesa.
—Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada.
Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
—Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan
que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
—¿Y qué haremos después?
—Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
—¿Qué te hace pensarlo?
—Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace
infelices.
Colinas como elefantes blancos. Ernest Hemmingway.
TIENE RITMO:
· El diálogo puede
tener, por ejemplo, un ritmo rápido, casi naturalista, intentando imitar el
habla común. En este caso las frases son cortas, picadas, con alguna
interjección.
· El diálogo puede
tener un ritmo lento, cada personaje dedica largas frases para hablar. Entre un
personaje y otro no hay apenas interrupciones.
· Por supuesto se
puede alternar entre estos ritmos anteriores para conseguir determinados
efectos.
· Se recomienda
leer en voz alta los diálogos para escuchar como suenan.
Ejemplo 1:
—Ya está borracho —dijo.
—Se emborracha todas las noches.
—¿Por qué quería suicidarse?
—¿Cómo puedo saberlo?
—¿Cómo lo hizo?
—Se colgó de una cuerda.
—¿Quién lo bajó?
—Su sobrina.
—¿Por qué lo hizo?
—Por temor de que se condenara su alma.
—¿Cuánto dinero tiene?
—Muchísimo.
—Debe tener ochenta años.
—Sí, yo también diría que tiene ochenta.
Un lugar limpio y bien iluminado. Ernest
Hemmingway.
Ejemplo 2:
—En serio —continuó la señora Carrington—, si esta tarde no
me hubiese marchado corriendo de la partida de bridge de Ángela para venir aquí
literalmente pitando, yo... pues no sé lo que habría hecho.
—No hace falta que me lo expliques —dijo la señora Crane—.
Lo sé muy bien. No tienes que explicármelo.
La señora Carrington se vio en la necesidad de confesarle a
su amiga:
—Cuánta vacuidad. Cuánta tontería. Cuántos cotilleos. Cotilleos,
cotilleos, eternos cotilleos. No paran de hablar de la ropa que tienen y de la
ropa que se van a comprar y de lo que hacen para no engordar. ¿Sabes qué? Que
estoy harta y ya está. No, gracias, querida, no me atrevo a servirme otro
sándwich; tal como están las cosas, mañana tendré que pasarme el día entero
haciendo abdominales.
—A mí hacer abdominales no me sirve de nada —comentó la
señora Crane—. Lo que yo hago por las mañanas es flexionar las piernas por
encima de la cabeza treinta y cinco veces, y después, si no salgo de casa, me
salto el almuerzo.
—¡Uy! A mí ese plan me mataría —dijo la señora Carrington—.
Me dejaría literalmente muerta. Si me salto el almuerzo, a la hora de la cena,
pierdo el control por completo. Me lo como todo. Patatas incluidas. Ángela
está haciendo una nueva dieta; ya sabes, una de esas en las que no importa
tanto cuánto comes, sino con qué comes cada cosa. Ha perdido cuatro kilos.
La señora Carrington y La señora Crane.
Dorothy Parker.
Ejemplo 3:
—Bueno, Nelson, ¡dime qué te dijo!
—¿Follawski?
—¿Quién va a ser?
—Bueno, Harold, ¡se rió de mí! Dijo que yo nunca lo
lograría.
—¿De veras?
—De veras. Imagínatelo sentado con sus tejanos rotos,
descalzo, con una camiseta sucia. Vive en esa casa enorme, con 2 coches nuevos
en el garaje. Está detrás de una gran cerca. Tiene un sistema de seguridad
carísimo. Y vive con esa chica tan guapa que es 25 años menor que él...
—No sabe escribir, Nelson. No tiene vocabulario, no tiene
estilo. Nada.
—Sólo vomitar y follar y putear, Harold, eso es todo...
—Y odia a las mujeres, Nelson.
—Pega a sus mujeres, Harold.
Harold se rió.
—¿Dios mío! ¿No has leído nunca ese poema en el que se
lamenta de que las mujeres nazcan con intestinos?
Los escritores.
Charles Bukowsky.
CONTEMPLA EL SUBTEXTO:
· El subtexto se
produce cuando un personaje quiere decir algo diferente con sus palabras a lo
que éstas manifiestan.
· Ejemplos típicos
de subtextos serían cuando un personaje cuenta una historia a modo de metáfora,
manifiesta algo que no es pertinente para el momento, lanza una indirecta…
· El subtexto
puede contribuir a mejorar la tensión de la escena, pero hay que tener cuidado,
si el subtexto es demasiado oscuro el lector puede perderse.
· Resulta
interesante cuando un personaje habla con subtexto y el otro no.
Ejemplo:
Y ahora, ese mismo ciego venía a dormir a mi casa.
—A lo mejor puedo llevarle a la bolera —le dije a mi mujer.
Estaba junto al fregadero, cortando patatas para el horno. Dejó el cuchillo y
se volvió.
—Si me quieres —dijo ella—, hazlo por mí. Si no me quieres,
no pasa nada. Pero si tuvieras un amigo, cualquiera que fuese, y viniera a
visitarte, yo trataría de que se sintiera a gusto.
Se secó las manos con el paño de los platos.
—Yo no tengo ningún amigo ciego.
—Tú no tienes ningún amigo. Y punto. Además —dijo—,
¡maldita sea, su mujer acaba de morirse! ¿No lo entiendes? ¡Ha perdido a su
mujer!
No contesté. Me había hablado un poco de su mujer. Se
llamaba Beulah. ¡Beulah! Es nombre de negra.
—¿Era negra su mujer? —pregunté.
—¿Estás loco? —replicó mi mujer—. ¿Te ha dado la vena o
algo así?
Cogió una patata. Vi cómo caía al suelo y luego rodaba bajo
el fogón.
—¿Qué te pasa? ¿Estás borracho?
—Sólo pregunto —dije.
Catedral. Raymond Carver.
TIENE ACCIÓN.
· Resulta
interesante acompañar el diálogo con las acciones de los personajes, dichas
acciones pueden contradecir, matizar o ampliar el significado de las palabras.
A VECES APARECE UNA HISTORIA DENTRO DE LA HISTORIA.
· A menudo, el
diálogo puede usarse para que un personaje cuente una historia.
· En este caso,
resulta importantísimo que dicha historia tenga impacto en los personajes
principales de la narración para que sea significativa.
· Cuando la
historia se extienda varios párrafos deberán usarse comillas invertidas al
comienzo de los mismos.
Ejemplo:
–Por supuesto, el padre Wes no es nada comparado con
monseñor Strauss –dijo George–. Monseñor Stauss estaba positivamente loco.
–¿Straus? –dijo Truman–. ¿Quién es Strauss? El único
Strauss que conozco es Johann.
Truman miró a su mujer y se rió.
–Perdona –dijo George–. Estaba siendo críptico. George a
veces se olvida de lo elemental. Cuando conoces a alguien como monseñor Strauss
supones que todo el mundo ha oído hablar de él. Monseñor fue nuestro director
durante cinco años, antes de la toma de posesión del padre Wes. Le dio un
ataque de religiosidad y se fue al subcontinente justo antes de que Audrey se
uniera a nosotros, así que, naturalmente, no tenías por qué conocer el nombre.
–¿El subcontinente? –dijo Truman–. ¿Qué es eso? ¿La
Atlántida?
–Por Dios santo, Truman –dijo Audrey–. A veces me
avergüenzas.
–La India –dijo George–. Calcuta. La Madre Teresa y todo
eso.
Audrey le puso una mano en el brazo a George.
–George –dijo–, cuéntale a Truman esa maravillosa historia
que me contaste a mí acerca de monseñor Strauss y el filipino.
George sonrió para sí.
–Ah, sí –dijo–, Miguel. Es una larga historia, Audrey.
Quizá sería mejor dejarla para otra noche.
–Si es tan larga… –dijo Truman.
–No lo es –dijo Audrey. Golpeó con los nudillos sobre la
mesa–. Cuenta la historia, George.
George miró a Truman y se encogió de hombros.
–No le eches la culpa a George –dijo. Se bebió lo que
quedaba de coñac–. De acuerdo. Aquí empieza nuestra historia. Monseñor Strauss
tenía algún dinero y todos los años viajaba a lugares exóticos. Al regresar a
casa siempre traía algún recuerdo extraño que había adquirido en sus viajes. De
Argentina se trajo unas semillas que se convirtieron en plantas cuyas flores
olían a, con perdón, merde. Las había comprado en una tienda argentina de
artículos de broma, si te puedes imaginar semejante cosa. Cuando volvió de
Kenya pasó de contrabando un lagarto que cazaba moscas con la lengua a una
distancia a metro y medio. Monseñor llevaba este lagarto a todas partes sobre
un dedo, y cuando una mosca se ponía a tiro decía: “¡Mirad esto!”, y apuntaba
al lagarte como si fuera una pistola, y paf… se acabó la mosca.
Audrey apuntó a Truman con un dedo y dijo:
–Paf.
Aquí empieza nuestra historia. Tobias
Wolff.
RELATO.
LINDA BOQUITA Y VERDES MIS OJOS.
J. D. Salinger
Cuando sonó el teléfono el hombre de pelo entrecano le
preguntó a la chica, con cierta deferencia, si por alguna razón prefería que no
atendiera. La chica lo oyó como desde lejos, y dio vuelta la cara hacia él, con
un ojo —el que estaba del lado de la luz— totalmente cerrado, y el ojo abierto,
aunque capcioso, muy grande, y tan azul que parecía casi violeta. El hombre
canoso le pidió que se diera prisa, y ella se incorporó sobre el brazo derecho
apenas con la presteza necesaria como para que el movimiento no pareciera
negligente. Se apartó el pelo de la frente con la mano izquierda y dijo:
—Por Dios. Quiero decir, ¿a ti qué te parece?
El hombre canoso dijo que a su juicio no había mucha
diferencia entre una cosa y la otra, y pasó la mano izquierda por debajo del
brazo en que se apoyaba la chica, deslizando los dedos paulatinamente hacia
arriba, por entre las tibias superficies de su pecho y su antebrazo. Extendió
la mano derecha hacia el teléfono. Para alcanzarlo sin tantear, tuvo que
erguirse un poco más, lo que hizo que su cabeza rozara la pantalla del velador.
En ese instante, la luz fue especialmente, netamente halagüeña para su pelo
gris, casi totalmente blanco. Aunque desordenado en ese momento, era evidente
que se lo había hecho cortar hacía poco, o, más bien, recortar. La nuca y las
patillas tenían el corte convencional pero en los costados y arriba el pelo era
más bien largo, y resultaba, en realidad, hasta casi “distinguido”.
—¿Hola? —dijo, con voz sonora. La chica permaneció
semiincorporada sobre el antebrazo y lo observó. Sus ojos, simplemente
abiertos, más que alerta o pensativos, reflejaban sobre todo su propio tamaño y
su color.
Una voz de hombre —remota, de una ligereza brusca, dadas
las circunstancias— llegó desde el otro lado:
—¿Lee? ¿Te desperté?
El hombre canoso echó una rápida mirada hacia su izquierda,
a la chica.
—¿Quién habla? —preguntó—. ¿Arthur?
—Sí… ¿te desperté?
—No, no. Estoy acostado, leyendo. ¿Pasa algo?
—¿Estás seguro de que no te desperté? ¿Lo juras?
—No, no, en absoluto —dijo el hombre canoso—. La verdad es
que apenas si duermo un promedio de cuatro horas miserables…
—Te llamo, Lee, porque… ¿No te fijaste a qué hora salió
Joanie? ¿No sabes si se fue con los Ellenbogen, por casualidad?
El hombre canoso miró otra vez a la izquierda, pero ahora
más alto, más allá de la chica, que lo observaba como podría hacerlo un joven
policía irlandés de ojos azules.
—No, Arthur, no vi nada —dijo, con los ojos fijos en la
penumbra del otro lado de la habitación donde se juntaban la pared y el cielo
raso—. ¿No se fue contigo?
—No, diablos, no. Entonces ¿no la viste salir?
—Bueno, no, en realidad, no la vi, Arthur —dijo el hombre
de pelo entrecano—. La verdad es que no vi un comino en toda la noche. Apenas
entré me envolvieron en una discusión con ese rufián francés, o vienés, o de
dónde demonios sea. Estos infelices de extranjeros siempre están tratando de
conseguir un consejo jurídico gratuito. ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Se perdió Joanie?
—¡Dios mío! ¡Vaya a saber! Yo no sé. Tú la conoces, cuando
empieza a tomar y a querer divertirse. Yo no sé. A lo mejor casualmente…
—¿Llamaste a los Ellenbogen? —preguntó el hombre canoso.
—Sí. Todavía no llegaron. No sé. Diablos, ¡ni siquiera
estoy seguro de que se haya ido con ellos! Pero te digo una cosa, una sola
cosa. Basta de romperme la cabeza. En serio. Esta vez lo digo en serio. Estoy
harto. Cinco años. ¡Dios mío!
—Bueno, Arthur, ahora trata de tomarlo con un poco de calma
—dijo el hombre canoso—. Para empezar, ya sabes cómo son los Ellenbogen.
Seguramente se metieron todos en un taxi y se fueron al Village por un par de
horas. Es probable que los tres caigan…
—Estoy seguro de que se le empezó a arrimar a algún
desgraciado en la cocina. Ya me lo imagino. En cuanto se emborracha empieza a
restregarse contra cualquier infeliz en la cocina. Pero basta. Juro por Dios
que esta vez va en serio. Cinco años del…
—¿Dónde estás ahora, Arthur? —preguntó el hombre canoso—.
¿En tu casa?
—Sí. En casa. Hogar dulce hogar. C…
—Bueno, trata de tomarlo con calma … ¿Qué te pasa? ¿Estás
un poco borracho o qué?
—Qué sé yo. ¿Cómo diablos voy a saberlo?
—Bueno, está bien. Ahora escúchame. Tranquilízate, Quédate
tranquilo —dijo el hombre canoso—. Tú sabes cómo son los Ellenbogen, por Dios.
Lo que sucedió, posiblemente, es que perdieron el último tren. Seguro que en
cualquier momento van a caer por ahí los tres, muertos de risa, después de
haber estado en algún…
—Se fueron en automóvil.
—¿Cómo lo sabes?
—Por la chica que va a cuidar a los niños. Tuvimos una
conversación muy brillante. Toda una comunión espiritual. Como dos asquerosas
sardinas en una misma lata.
—Bueno. Bueno. ¿Y eso qué tiene? ¿Te calmarás, ahora? —dijo
el hombre canoso—. Casi seguro que en cualquier momento llegan los tres juntos.
Créeme. Tú sabes cómo es Leona. No sé qué demonios le pasa… en cuanto llegan a
Nueva York se llenan de esa horrible alegría digna de Connecticut. Tú los
conoces bien.
—Sí, ya sé. Ya sé. Aunque no sé nada.
—Claro que sabes. Piénsalo un poco. Seguro que los dos se
llevaron a Joanie por la fuerza…
—Oye. Nunca hubo que llevar a Joanie por la fuerza a ningún
lado. No me vengas ahora con esa teoría.
—Nadie te viene con ninguna teoría, Arthur —dijo el hombre
entrecano con calma.
—¡Ya sé! ¡Ya sé! Discúlpame. Diablos, me estoy volviendo
loco. Dime la verdad, ¿estás seguro de que no te desperté?
—Si fuera así, te lo diría, Arthur —dijo el hombre canoso.
Distraídamente, sacó la mano izquierda de entre el pecho y el brazo de la
chica—. Escucha, Arthur. ¿Quieres un consejo? —dijo. Tomó el cable del teléfono
entre los dedos, muy cerca del micrófono—: Te lo digo en serio. ¿Quieres un
consejo?
—Sí. No sé. Cristo. No te dejo dormir. Lo mejor sería que
fuera y me cortara de una vez por todas la…
—Escúchame un momento —dijo el hombre de pelo entrecano—.
Primero, y esto te lo digo en serio, métete en la cama y tranquilízate.
Prepárate un vaso bien grande de alguna bebida fuerte, y acués…
—¡Bebida! ¿Hablas en serio? Dios. En estas dos malditas
horas me he bebido casi un litro… ¡Un vaso! Estoy tan tomado ahora que apenas…
—Bueno. Bueno. Acuéstate, entonces —dijo el hombre canoso—.
Y tranquilízate… ¿me oyes? Dime la verdad. ¿Vas a ganar algo enloqueciéndote de
esa forma y dando vueltas por ahí?
—Sí, ya sé. Ni siquiera tendría que preocuparme, pero,
cuernos, ¡no se puede confiar en ella! Te lo juro por Dios, juro por Dios que
no se puede. Se puede confiar en ella tanto como se puede confiar en un… bueno,
no sé en qué. ¡Oh! ¿Para qué sirve todo? ¡Estoy volviéndome loco!
—Bueno. Olvídate, ahora. Olvídate. ¿Quieres hacerme el
favor y borrar todo esto de tu cabeza? —dijo el hombre canoso—. Después de
todo, seguro que estás exagerando… creo que estás haciendo una montaña de…
—¿Sabes a qué he llegado? Me da vergüenza contártelo, pero
¿sabes qué estoy a punto de hacer todas las noches, cuando llego a casa?
¿Quieres saberlo?
—Escúchame, Arthur, no es esto lo que…
—Espera un segundo, te lo diré… !Coño! Prácticamente tengo
que contenerme para no abrir todas las puertas de los armarios del
departamento… te lo juro por Dios. Todas las noches cuando llego a casa estoy
casi seguro de encontrarme con un montón de hijos de puta, escondidos por todos
lados… Ascensoristas. Repartidores. Policías.
—Bueno, bueno. Tratemos de tomar las cosas con un poco más
de calma, Arthur —dijo el hombre de pelo entrecano. Miró de pronto a su derecha
donde un cigarrillo, prendido un momento antes, hacía equilibrio en el borde de
un cenicero. Por lo visto se había apagado, y no hizo ademán de tomarlo—. Para
empezar —dijo en el teléfono—, te lo he dicho ya infinidad de veces, Arthur,
ese es justamente el error más grande que puedes cometer. ¿Sabes cuál es?
¿Quieres que te lo diga? Haces todo lo posible, te lo digo en serio, ahora te
esfuerzas por torturarte. En realidad, eres tú quien incita a Joanie —calló—.
Tienes la suerte de que ella sea una chica maravillosa. En serio. Y para ti
carece en absoluto de buen gusto… y de inteligencia. Diablos, y entonces, si
vamos al caso…
—¡Inteligencia! ¿Estás bromeando? ¡No tiene ni pizca de
cerebro! ¡Es una animal!
El hombre entrecano respiró hondo, y sus fosas nasales se
dilataron:
—Animales somos todos —dijo—. En el fondo, todos somos
animales.
—Cuernos. Yo no soy ningún animal. Seré un imbécil, un
engañado hijo de mala madre del siglo veinte, pero animal no soy. No me vengas
con esas, un animal no soy.
—Escúchame, Arthur. Esto no nos conduce a…
—¡Inteligencia! ¡Dios Santo! Si supieras lo cómica que
resulta. Ella se considera toda una intelectual. Eso es lo que da más risa. Lee
la página de los teatros, y mira televisión hasta quedarse prácticamente ciega.
Y por eso se cree intelectual. ¿Sabes con quién me he casado? ¿Quieres saber
con quién me he casado? Estoy casado con la más grande actriz en cierne todavía
sin descubrir, la más grande novelista, psicoanalista y genio no apreciado de
Nueva York. No lo sabías ¿verdad? Cristo, es para morirse de risa. Madame
Bovary en la Columbia Extension School. Madame…
—¿Quién? —preguntó el hombre canoso, con un tono de
fastidio.
—Madame Bovary sigue un curso de Apreciación de la
Televisión. Dios santo, si supieras cómo…
—Está bien, está bien. Te das cuenta de que así no vamos a
ninguna parte —dijo el hombre canoso. Se volvió y acercándose dos dedos a la
boca le indicó a la chica que quería un cigarrillo—. En primer lugar —dijo en
el teléfono—, siendo un tipo tan inteligente careces en absoluto de tacto. —Se
enderezó para que la chica pudiera alcanzar los cigarrillos por detrás de él.—
Te lo digo en serio. Se ve en tu vida particular, se ve en tu…
—Inteligencia, ¡Dios santo! ¡Qué risa que me da! ¡Dios
santo! ¿Alguna vez la escuchaste describir a alguien… a un hombre, quiero
decir? Alguna vez, cuando no tengas nada que hacer, hazme el favor y pídele que
te describa a un hombre. Para ella, todo hombre que ve es “terriblemente
atractivo”. Puede ser el más viejo, el más gordo, el más grasiento…
—Está bien, Arthur —dijo el hombre de pelo entrecano con
rudeza—. Así no vamos a ninguna parte. A ninguna parte. —Le quitó un cigarrillo
encendido a la chica que había prendido dos. – Entre paréntesis —dijo,
exhalando humo por la nariz—, ¿cómo te fue hoy?
—¿Qué?
—¿Cómo te fue hoy? —repitió el hombre canoso—. ¿Cómo siguió
el pleito?
—¡Diablos! No sé. Un asco. Dos minutos antes de que yo
empezara mi alegato final, el letrado de la parte actora, Lissberg, se aparece
con esa camarera chiflada y un montón de sábanas como prueba… todas manchadas
de chinches. ¡Al diablo!
—¿Entonces, qué pasó? ¿Perdiste? —preguntó el hombre de
pelo entrecano, aspirando otra bocanada de humo.
—¿Sabes quién estaba en el estrado? Madre Vittorio. Nunca
sabré qué coño tiene ese hombre contra mí. No puedo ni abrir la boca sin que me
salte encima. Con un tipo así no se puede razonar. Es imposible.
El hombre canoso volvió la cabeza para ver qué hacía la
chica. Había tomado el cenicero y lo colocaba entre los dos.
—¿Entonces, perdiste o qué? —dijo en el teléfono.
—¿Cómo?
—Te pregunto si perdiste.
—Sí. Iba a decírtelo. En la fiesta no tuve oportunidad, con
todo ese barullo. ¿Crees que Junior va a hacer un escándalo? Me importa un
cuerno, pero ¿qué piensas? ¿Crees que hará escándalo?
Con la mano izquierda, el hombre canoso quitó la ceniza del
cigarrillo en el borde del cenicero.
—No creo que necesariamente arme un escándalo, Arthur —dijo
con calma—. Aunque no hay muchas probabilidades de que le provoque una gran
alegría. ¿Sabes cuánto hace que nos encargamos de esos tres hoteles de
porquería? El propio viejo Shanley empezó todo…
—Ya sé. Ya sé. Junior me lo dijo por lo menos cincuenta
veces. Es una de las mejores historias que he escuchado en toda mi vida. Bueno,
está bien, perdí ese asqueroso pleito. En primer lugar, no fue culpa mía.
Primero, el chiflado de Vittorio me persiguió durante todo el juicio. Después
esa camarera mongólica viene y empieza a exhibir sábanas llenas de manchitas de
chinches…
—Nadie dice que sea culpa tuya, Arthur —dijo el hombre
canoso—. Tú me preguntaste si yo pensaba que Junior iba a armar un escándalo.
Solo traté de contestarte lo más honestamente posible…
—Ya sé… Ya lo sé. ¡Qué coño! De todos modos, tal vez me
reincorpore al ejército. ¿Te conté algo de eso?
El hombre de pelo entrecano volvió la cabeza hacia la chica
como para que ella apreciara qué tolerante y aun qué estoica era su expresión.
Pero la chica no lo advirtió. Acababa de volcar el cenicero con la rodilla y
estaba recogiendo rápidamente las cenizas y haciendo un pequeño montón. Levantó
sus ojos hacia él un segundo más tarde.
—No, Arthur, no me contaste —dijo en el teléfono.
—Sí, tal vez lo haga. Todavía no estoy seguro. Por supuesto
que la idea no me enloquece y si puedo evitarlo no me iré. Pero tal vez no
tenga más remedio, No sé. Por lo menos me olvidaré de todo. Si me devuelven mi
lindo casco y mi gran escritorio y mi mosquitero, tal vez…
—Quisiera meterte algunas cosas en la cabeza, muchacho, eso
es lo que me gustaría —dijo el hombre canoso—. Se supone que eres un tipo
inteligente y hablas como un niño de pecho. Te lo digo con toda sinceridad.
Dejas que un montón de cosas pequeñas se vayan acumulando como una bola de
nieve hasta que ocupan tanto lugar en tu mente que eres completamente incapaz
de cualquier…
—Tendría que haberla dejado. ¿Te das cuenta? Tendría que
haber terminado el verano pasado, cuando realmente estaba decidido a hacerlo.
¿No piensas eso? ¿Sabes por qué no lo hice? ¿Realmente quieres saber por qué?
—Arthur, por Dios. Así no vamos a ninguna parte.
—Espera un segundo. ¡Déjame decirte por qué! ¿Quieres saber
por qué no lo hice? Puedo decirte exactamente el motivo. Porque le tuve
lástima. Esa es la pura verdad. Porque le tuve lástima.
—Bueno, no sé. Quiero decir que es algo que no me incumbe
—dijo el hombre de pelo entrecano—. Sin embargo, creo que te olvidas de que
Joanie es una mujer adulta. No sé, pero me parece…
—¿Mujer adulta? ¿Estás loco? ¡Es una niña que ha crecido,
nada más! Por ejemplo, me estoy afeitando, escucha bien esto, me estoy
afeitando, y de repente me llama desde la otra punta del departamento. Voy a
ver qué pasa… así no más, en mitad de la afeitada, con toda la cara cubierta de
jabón. ¿Y sabes qué diablos quiere? Preguntarme si yo creo que ella es
inteligente. Te lo juro por Dios. Es patética. Yo la miro cuando duerme, y sé
muy bien lo que te digo. Créeme.
—Bueno, es algo que conoces mejor que… quiero decir, que a
mí no me incumbe —dijo el hombre canoso—. El asunto es que no haces nada
constructivo para…
—No somos una buena pareja, eso es todo. No es más que eso.
Hacemos una pareja asquerosa. ¿Sabes lo que le hace falta? Necesita un gran
rufián taciturno que de cuando en cuando la deje tendida de un golpe, y después
vuelva y siga leyendo el diario. Eso es lo que le hace falta. Soy un tipo
demasiado débil para ella. Ya lo sabía cuando nos casamos, te lo juro por Dios.
Quiero decir, tú eres un buen sujeto, nunca te casaste, pero a veces cuando uno
se casa, uno tiene como un presentimiento de lo que va a ser su vida después.
Yo no le hice caso. No hice ningún caso de esos presentimientos. Soy débil. Esa
es la la historia, en definitiva.
—No eres débil. Solo que no procedes con inteligencia —dijo
el hombre de pelo entrecano, aceptando un cigarrillo recién encendido que le
extendía la chica.
—¡Sí que soy débil! ¡Claro que lo soy! ¡Diablos! ¡Yo sé muy
bien si soy débil o no! Si no fuera débil, te imaginas que habría dejado que
todo se… ¡Oh, para qué hablar! Claro que soy débil … Por Dios, te estoy
impidiendo dormir… ¿Por qué no cuelgas y listo? Al demonio conmigo. Te lo digo
sinceramente. Cuelga.
—No voy a cortar, Arthur. Quisiera ayudarte, en todo lo
humanamente posible —dijo el hombre canoso—. En verdad, tú eres tu peor…
—Ella no me respeta. Ni siquiera me quiere. Dios mío. En el
fondo, si lo analizamos, yo también la he dejado de querer. No sé. La quiero y
no la quiero. Según. A veces sí, a veces no. ¡Cristo! Cada vez que me dispongo
a terminar de una vez por todas, cenamos afuera, vaya a saber por qué, y nos
encontramos en algún lugar y ella se viene con esos asquerosos guantes blancos
o algo por el estilo, qué sé yo. O empiezo a acordarme de la primera vez que
fuimos en auto a New Haven a ver el partido de Princeton. Pinchamos un
neumático justo al salir de la autopista, y hacía un frío de morirse, y ella
sostenía la linterna mientras yo cambiaba esa maldita goma… tú sabes lo que
quiero decir. No sé. O empiezo a pensar en… Dios, me cuesta decirlo… empiezo a
pensar en ese puerco poema que le escribí cuando empezamos a salir juntos.
“Rosa es mi color y blanco, linda boquita y verdes mis ojos.” Diablos, qué
broma… Hacía que me acordara de ella. No tiene ojos verdes… tiene ojos como
apestosos caracoles marinos… pero, Cristo, igual hacía que me acordara de ella.
No sé… ¿De qué sirve hablar? Me estoy volviendo loco. Cuelga, ¿quieres? Te lo
digo en serio.
El hombre canoso carraspeó y dijo:
—No tengo ninguna intención de colgar, Arthur. Solo hay
una…
—Una vez me compró un traje. Con su propio dinero. ¿Te lo
había contado?
—No. Yo…
—Se fue nomás a Tripler, creo, y me lo compró. Yo ni
siquiera la acompañé. Quiero decirte que tiene algunos gestos endiabladamente
hermosos. Y lo más gracioso es que no me andaba tan mal. Solo tuve que hacerlo
ajustar un poco en los fundillos de los pantalones y en el largo. Quiero decir
que tiene algunos malditos gestos muy lindos.
El hombre del pelo entrecano escuchó unos instantes más.
Luego se volvió de pronto hacia la chica. La mirada que le echó, aunque breve,
la puso al tanto sobre todo lo que ocurría del otro lado de la línea.
—Bueno, Arthur, escúchame —dijo en el teléfono—. Así no
vamos a ninguna parte. Te lo digo sinceramente. Escúchame. ¿Quieres desvestirte
y acostarte, como un buen chico? ¿Y descansar un poco? Joanie seguramente va a
llegar a casa dentro de dos minutos. No querrás que te vea así, ¿verdad? Es
probable que caiga por ahí con los condenados Ellenbogen. No querrás que todos
te vean asi, ¿no es cierto? —escuchó—, ¿Arthur? ¿Me oyes?
—Dios, te estoy echando a perder toda la noche. Todo lo que
hago es…
—No me estás echando a perder nada —dijo el hombre de pelo
entrecano—. Ni lo pienses. Ya te dije que de noche no duermo más de cuatro
horas en total. Lo que sí me gustaría, sería ayudarte todo lo posible, chico
—escuchó—. ¿Arthur? ¿Estás ahí?
—Sí, estoy aquí. Escúchame. Ya que no te dejo, ¿te
incomodaría que fuera hasta tu casa para tomar un trago? ¿Te molestaría?
El hombre canoso se enderezó, colocó su mano libre de plano
sobre la cabeza, y dijo:
—¿Ahora, quieres decir?
—Sí. Claro, si te parece bien. Me quedaría solo un
minutito. Lo único que quiero es sentarme en algún lado y… qué sé yo. ¿Estás de
acuerdo?
—Mira, lo que pasa es que no creo que debas hacerlo, Arthur
—dijo el hombre canoso retirando la mano de la cabeza—. Por supuesto que puedes
venir cuando quieras, pero sinceramente creo que ahora deberías descansar y
tranquilizarte hasta que llegue Joanie. Te lo digo sinceramente. Lo que tú
quieres es estar justo ahí cuando ella llegue a casa. ¿Estoy en lo cierto, o
no?
—Si. No sé. Te lo juro por Dios, no sé.
—Bueno, pero yo sí. Sinceramente, yo sí —dijo el hombre
canoso—. Escúchame. ¿Por qué no te vas a la cama ahora, y descansas, y más
tarde, si tienes ganas, me llamas de nuevo? Claro, si es que tienes ganas de
hablar. Y no te preocupes. Eso es lo principal. ¿Me oyes? ¿Harás lo que te
digo?
—Bueno.
El hombre canoso mantuvo el receptor junto a su oído
durante un momento y luego cortó.
—¿Qué dijo? —le preguntó en seguida la chica.
Él tomó su cigarrillo del cenicero, es decir, lo seleccionó
entre un montón de colillas y de cigarrillos a medio fumar. Aspiró una bocanada
de humo y dijo:
—Quería venir a tomar una copa.
—¡Dios! ¿Y qué le dijiste? —preguntó la chica.
—Ya me oíste —dijo el hombre canoso, y la miró—. ¿Podías
escucharme o no? —apagó el cigarrillo.
—Estuviste maravilloso. Realmente maravilloso —dijo la
chica, observándolo—. ¡Dios mío! Me siento molida.
—Bueno… —dijo el hombre canoso—. Es una situación difícil.
No sé si estuve tan maravilloso.
—Sí, lo has estado. Has estado maravilloso —dijo la chica—.
Me siento floja, totalmente floja. ¡Mírame!
El hombre de pelo entrecano la miré.
—Bueno, verdaderamente, la situación es imposible —dijo—.
Quiero decir que todo es tan fantástico que ni siquiera…
—Querido… disculpa… —dijo de pronto la chica, y se inclinó
hacia adelante—. Creo que te estás incendiando. —Rápidamente le pasó las puntas
de los dedos por el dorso de la mano.— No, has estado maravilloso —dijo—. Dios
¡me siento cansada como un perro!
—Bien, la situación es muy, muy difícil. Evidentemente el
tipo está pasando por un total…
De pronto sonó el teléfono.
El hombre canoso dijo.
—¡Cristo! —pero había levantado el tubo antes de que sonara
por segunda vez—. ¿Hola? —dijo en el teléfono.
—¿Lee? ¿Dormías?
—No, no.
—Escucha. Pensé que te interesaría saberlo. Joanie acaba de
llegar.
—¿Qué? —dijo el hombre de pelo entrecano, y con la mano
izquierda se protegió los ojos, aunque la luz estaba a sus espaldas.
—Sí. Acaba de llegar. Diez segundos después de que hablé
contigo. Aproveché para llamarte ahora que ella está en el baño. Escucha… un
millón de gracias, Lee. Te lo digo en serio… sabes lo que quiero decir. No
estabas dormido, ¿no es cierto?
—No, no, simplemente… no, no —dijo el hombre canoso,
siempre con la mano sobre los ojos. Carraspeó.
—Sí. Lo que sucedió fue que al parecer Leona se pescó una
borrachera de órdago y tuvo un ataque feroz de llanto, y Bob quiso que Joanie
fuera con ellos a tomar un trago en alguna parte y suavizar las cosas. Yo no
sé. ¿Te das cuenta? Todo es muy complicado. Lo importante es que ya llegó. Dios
mío, qué porquería de vida es esta. Te lo juro por Dios, pienso que es esta
maldita Nueva York. Creo que si todo sale bien vamos a comprarnos una casita,
tal vez en Connecticut. No demasiado lejos, aunque sí lo bastante como para
poder llevar una vida normal. Lo que quiero decir es que ella se vuelve loca
por las plantitas y todas esas cosas por el estilo. Si tuviera un jardín propio
y todo lo demás se chiflaría por completo. ¿Me entiendes? Porque aparte de ti,
¿a quién conocemos en Nueva York sino a un montón de neuróticos? A la larga
hasta una persona normal termina por contagiarse. ¿Comprendes a qué me refiero?
El hombre canoso no contestó. Debajo del escudo de su mano,
sus ojos estaban cerrados.
—De todos modos, le voy a hablar de todo esto esta misma
noche. O tal vez mañana. Todavía está un poco mareada. Quiero decir que en el
fondo es una chica formidable, y si se nos presenta una oportunidad para
arreglarnos, seria estúpido de nuestra parte no aprovecharla. Y mientras tanto
voy a tratar de solucionar también ese asunto de las chinches. Estuve pensando.
Estuve diciéndome, Lee. ¿Crees que si yo fuera y hablara con Junior
personalmente, podría…?
—Arthur, si no tienes inconveniente, yo preferiría…
—No vayas a pensar que te llamé de nuevo porque estoy
preocupado por ese pleito del diablo ni nada parecido. De ningún modo. En el
fondo, me importa un culo. Pensé simplemente que si podía hacerle entender las
cosas a Junior sin romperme la cabeza, sería estúpido de mi parte…
—Escúchame, Arthur —dijo el hombre de pelo entrecano,
retirando su mano de la frente—. De pronto me ha dado un terrible dolor de
cabeza. No sé a qué demonios se debe. ¿Te molesta si lo dejamos para otro
momento? Te llamaré por la mañana, ¿estás de acuerdo?
Escuchó un instante más y luego cortó.
Nuevamente la chica le dijo algo en seguida, pero él no
contestó. Tomó un cigarrillo encendido —el de la chica— del cenicero y empezó a
llevárselo a la boca, pero se le cayó de los dedos. La chica intentó ayudarle a
encontrarlo antes que se quemara algo, pero él le dijo que se quedara quieta,
por Dios, y ella retiró la mano.
PROPUESTA DE ESCRITURA:
Como en las siguiente sesión vamos a abordar el tema del
plagio vamos a copiar el estilo de mi querida Vivian Gornick, en “Apegos Feroces”.
Para ello, debéis simular una conversación madre-hija o
padre-hijo de temática libre, pero siguiendo la misma estructura del fragmento que
habéis leído al principio de esta entrada del blog.
—Pues estoy leyendo la biografía que me dejaste —dice.
Miro hacia ella con desconcierto y entonces caigo en la cuenta.
—¡Ah! —Sonrío encantada—. ¿Te está gustando?
—Escúchame bien —comienza. La sonrisa se me borra de la cara y el estómago se
me encoge. Ese «Escúchame bien» significa que va a criticar el libro que le
dejé. Va a decir: «¿Qué? ¿Qué cuenta? ¿Qué cuenta que yo no sepa ya? Yo viví
esa época. Ya me lo conozco. ¿Qué puede contarme este escritor que no sepa ya?
Nada. A ti te puede interesar, pero ¿a mí? ¿Cómo me va a interesar?»
Y seguirá dándole vueltas una y otra vez, como hace cuando cree que no entiende
algo, tiene miedo y busca refugio en el desprecio y la crítica despiadada.
El libro que le dejé es una biografía de Josephine Herbst, una escritora de los
años treinta, una mujer obstinada, tenaz y embravecida, entusiasmada por la
política, el amor y la escritura, que luchó por todo hasta el último aliento.
—Escúchame bien —me dice mi madre en ese tono de condescendencia que ella
considera conciliador—. Igual a ti te interesa el tema, pero a mí no. Viví esa
época. Ya me lo conozco. ¿Qué puedo aprender yo de esto? Nada. A ti te puede
interesar, pero a mí no.
Invariablemente, cuando habla así, me hierve la sangre y antes de que dejen de
brotar frases de su boca, ya la estoy fustigando.
—Eres una ignorante, no tienes ni idea, sólo una persona inculta hablaría así.
El hecho de que hayas vivido aquella época, como tú dices, sólo hace que el
ambiente te resulte familiar y eso enriquece la lectura, no significa que tú
podrías haber escrito ese libro. Hay personas con una formación mil veces mejor
que la tuya que lo han leído y han aprendido de él, pero tú eres incapaz de
aprender nada de él.
Y seguiremos dándole vueltas y vueltas hasta estropear la tarde entera.
Sin embargo, en el último año ha comenzado a darse una extraña circunstancia.
En ocasiones, no me llega a hervir la sangre. Me irrito, pero permanezco
tranquila. No entro en cólera, no hago de la tarde un holocausto. Hoy, al
parecer, sobreviene uno de esos momentos. Me vuelvo hacia mi madre, le paso el
brazo por la espalda aún firme, coloco mi mano derecha sobre su brazo y le
digo:
—Mamá, si el libro no te interesa, no pasa nada. Me lo puedes decir. —Me mira
con reserva, con los ojos como platos, medio vuelta hacia mí; ahora sí que
muestra interés—. Pero no digas que no puedes aprender nada de él, que no vale
nada. Es indigno de ti, de libro y de mí. Nos rebajas a todos cuando dices eso.
Escúchame. Cuánta sabiduría. Y toda ella obtenida hace diez minutos.
Silencio. Un largo silencio. Caminamos otra manzana. Silencio. Mira abstraída
al vacío. Me adelanto, acompasando mis pasos a los suyos. No digo nada, no la
presiono. Otra manzana en silencio.
—La Josephine Herbst esta —comenta mi madre—, la armó buena, ¿no?
Feliz y aliviada le doy un abrazo.
—Tampoco sabía bien lo que hacía pero sí, mamá, la armó buena.
—Le tengo envidia —me espeta mi madre—. Le tengo envidia porque vivió su vida.
Yo no viví la mía.
Las
propuestas se enviarán por mail a la profesora ana_robles@uma.es hasta el domingo 30 de
noviembre.
Feliz lectura y escritura.
La profe.
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