Diálogo en el jardín
A los dos se los ve paseando, relajados, por un
frondoso e inmenso jardín. El fotógrafo les dispara por la espalda, y la foto
expresará con claridad la hermosa imagen de dos amigos conversando. Caminan
hacia los grandes árboles, el más alto con su brazo derecho sobre el hombro de
su compañero de paseo, es el anfitrión y viste un serio traje gris oscuro,
quizás —de espaldas no se le ve— con corbata. El invitado, más informal, lleva
pantalón claro, camisa de rayas y se adivina que no lleva corbata —mucho menos
pajarita— seguramente con los dos botones superiores del cuello abiertos; las
zapatillas que calza le dan a su atuendo un aire todavía más informal. Por la
pequeña sombra que proyectan sobre la hierba debe ser poco más de medio día,
quizás la hora del vermú, y el verde del jardín delata una primavera a punto de
mezclarse con el verano.
—Hacía ya mucho tiempo que no nos veíamos —dice el más
alto.
—No sé; no me acuerdo —contesta tras un instante de
silencio, tímido, el más bajo.
—Teníamos que habernos visto más veces a lo largo de
todo este tiempo, ¿no te parece?
—Si tú lo dices... ¿Oye, tú cómo te llamas?
—Juan Carlos, pero tengo muchos más nombres —responde
jovial y gesticulando con los brazos—. Te asombrarían todas las maneras
diferentes que tienen de llamarme. Bueno, lo mismo que a ti.
—A mí no me llaman nada; solo papá: papá, ven a la
mesa; papá, deja ese cuchillo; papá, no lo enciendas; papá, apágalo; papá,
ponte los calzoncillos de una vez...
—No te creas, a mí también me dicen todos los días lo
que tengo que hacer. Lo de los calzoncillos aún no se han atrevido, pero algún
día también me lo dirán.
—Veo a personas serias en casa, pero no me hablan. Yo
tampoco les digo nada. Me dicen adiós, presi. Me abrazan y se van. No sé
quiénes son.
—¡Ja, ja, ja! Te aseguro que es mejor no saberlo. Creo
que te envidio.
—¿Por qué?
—¿De verdad que no te acuerdas de nada? Porque
mirándote a la cara y viendo que tus ojos siguen igual de vivos —le habla
mientras aproximan las cabezas— creo que me estás engañando, como solías hacer.
—¿Cuidas tú este jardín? —gira bruscamente la
conversación el más bajo.
—Lo mejor es hacerlo todo por uno mismo, pero estoy
ocupado en tantas cosas —abre los brazos de par en par— que no me queda tiempo
para nada.
—Tienes un jardín bonito —dice, mientras el más alto
le coge cariñosamente por el brazo—, pero ese traje no es bueno para cavar.
—No lo es, no; me están haciendo uno más apropiado
para no estropearlo. Cuando me lo traigan te llamo para que veas cómo me queda
y cavamos juntos.
—¿No tienes vecinos? No he visto a ninguno —vuelve a
cambiar de tercio el más bajo.
—A veces los echo de menos, pero te asombrarías de la
cantidad de gente que anda a mi alrededor.
—¿Puedo volver a tu jardín algún día? Es fresco. Se
está bien.
El anfitrión cambia la postura del brazo y lo sube
hasta el hombro del invitado al tiempo que lo atrae, cariñoso, hacia él.
—Sí, quiero que vuelvas algún día. Muchos días, cuando
tú quieras. Y cavamos juntos —le repite.
—Bueno. Pues te lo puedo prometer y te lo prometo
—contesta, muy serio, mirando hacia la altura de los ojos de su interlocutor.
Este se detiene de golpe, se vuelve frente a él y con sus manos le sujeta por
los hombros mientras aproxima de nuevo su cara a la de su amigo, y lo mira
fijamente, muy serio; las narices casi se tocan.
—Adolfo, tú me sigues engañando, cabrón.
—¿Y quién es Adolfo? —contesta ingenuo, sin matices de
ironía ni en la voz ni en el gesto, el bajito.
Los dos han girado en el último parterre y caminan
despacio hacia la casa, donde dada la hora que es, puede que los esperen para
comer. Ninguno habla ya. Cada pocos pasos, el más alto voltea la cabeza curioso
para mirar al más bajo, y su rostro va virando desde la inicial casi
indignación que acompañó sus últimas palabras, a una sonrisa que cada vez se
abre más en su cara y que termina en una sonora carcajada mientras, del brazo,
se ayudan a subir los tres escalones del porche del palacio.
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