HETERÓNIMO
Álvaro
Valbuena Castro nació en Madrid el 27 de abril de 1938. Hijo de Úrsula Valbuena
Castro y Pedro “El largo”. Nunca supo los apellidos de su padre, muerto en
combate un frío día de octubre de 1937.
En el
verano de 1937 su padre defendía el frente norte de la ciudad de Madrid. Su
madre formaba parte del equipo logístico que abastecía las tropas, y se enamoró
de ese miliciano, que además de guapo y alto (por lo que se ganó su apodo),
tenía un pico de oro.
Úrsula
Valbuena era la única hija de un matrimonio andaluz. Su padre, Manuel Valbuena,
era abogado de profesión, republicano, católico y muy conservador, vivía en
Málaga junto a su esposa Mariana Castro. Los motivos que llevaron a Manuel y
Mariana al altar poco tenían que ver con lo romántico, pero siempre se
entendieron bien, y con los años la complicidad y el amor que se tenían les
convirtió en un máquina bien engrasada. Úrsula fue el fruto tardío de ese amor,
llegó cuando ya nadie la esperaba y se convirtió en el centro de la vida de la
pareja.
Cuando
Úrsula empezó a desviarse del camino que sus padres habían trazado para ella el
matrimonio sufrió, pero nunca le retiraron su apoyo incondicional, ni siquiera
cuando organizaba reuniones de mujeres (de toda clase social y en el mismísimo
salón de su casa) para preparar acciones destinadas a conseguir el voto
femenino. Tampoco cuando, después de estudiar magisterio, aceptó un destino
como maestra rural en la sierra de Madrid.
En
junio de 1937 Úrsula llevaba tres años en la escuela de Buitrago de Lozoya, y
se había hecho muy amiga de la maestra de El Berrueco; Margarita Benitez.
Margarita era gata, todas las generaciones de su familia (hasta donde ella
sabía) habían nacido, vivido y fallecido en Madrid. Aquel año invitó a su amiga
a pasar el verano con ella en casa de sus padres. Por eso cuando las fuerzas
sublevadas dieron el golpe de estado que marcó el inicio de la guerra civil
española Úrsula Valbuena estaba en Madrid.
Úrsula
pasó toda la guerra en Madrid. La gestación de Álvaro se nutrió de amor y
miedo, de hambre y de duelo. El largo murió poco después de ponerle nombre a su
hijo: “Se llamará Álvaro‒dijo‒como mi
abuelo”. Mientras las bombas caían sobre la ciudad ella lloraba la muerte de
Pedro y se esforzaba por conseguir comida para que su hijo naciera sano. Lo
consiguió. Álvaro pesó al nacer casi dos kilos setecientos cincuenta gramos,
nunca fue alto como su padre, pero sobrevivió a la guerra y al hambre. El
miedo, sin embargo, se le quedó pegado al alma como un alquitrán espeso.
Cuando
terminó la guerra las cosas se pusieron muy difíciles en Madrid para una madre
soltera y roja. Un amigo de Margarita le facilitó la vuelta a Málaga, pero tampoco
allí sería fácil sobrevivir. Manuel había muerto a causa de una insuficiencia
renal en enero de 1939. Mariana había empezado a trabajar como ama de curas en
la residencia de los Salesianos gracias a los contactos de Enrique, el hermano
de Manuel.
Fue
el tío Enrique, el mismo que tan duramente la había criticado por su militancia
a favor del voto femenino, quien la salvó.
Enrique
Valbuena era tan repúblicano, católico y conservador como su hermano, amaba el
orden y apoyaba el nuevo régimen, gracias a su don de gentes y su capacidad de
trabajo y negociación acabó trabajando como funcionario del gobierno en el
protectorado español en Marruecos.
Enrique
tenía muchos contactos y una posición holgada en Tetuán. Cuando Mariana le
pidió ayuda para su hija se apiadó de ella, consiguió sacar a su sobrina de la
península, la puso en contacto con una pareja inglesa que acababan de afincarse
en Tanger y buscaban una institutriz que hablara español.
Tánger
en los albores de la guerra europea era un hervidero variopinto de personas de
diversas procedencias. Úrsula causó muy buena impresión a la pareja de ingleses
por lo que transigieron con la condición de llevar a su hijo con ella.
Álvaro
pasó su infancia en Marruecos, recibió la misma educación que los pupilos de su
madre, aprendió un poco de francés y bastante inglés, pero la delicada salud de
su madre le jugó una mala pasada.
El 27
de agosto de 1945 Úrsula no vino a depertarle, Álvaro se levantó de la cama en
la habitación que compartía con su madre, se acercó a su lecho donde la
encontró rígida y fría, esa tarde escuchó al doctor decirle a Mr. White que
había sido una hipoglucemia. El alquitrán de su alma le inundó hasta casi
ahogarle. Los recuerdos de los días que siguieron todavía se amontonan
desordenadamente en su mente, sabe que pasó algún tiempo en casa del tío
Enrique y que luego le embarcaron dirección Algeciras donde la abuela Mariana
le recogió.
Álvaro
nunca supo porque su abuela decidió llevarle a vivir con su hermana Isabel. En
su vida adulta se dijo que había sido una suerte que lo hiciera. La tía Isabel
era soltera, se había quedado sola en la casa familiar de Cútar, un pequeño
pueblo de la Axarquía colgado en la ladera de una montaña. Álvaro sabía que en
la casa de los Salesianos nunca hubiera disfrutado de la libertad que tuvo en
el pueblo, pero ni el cariño de Isabel ni la vida en el campo pudieron limpiar
el peso que llevaba en el corazón.
Con
siete años empezó a escribir cartas. La idea no fue suya, al menos no
exactamente suya, el párroco del pueblo le había dicho que podía hablar con su
madre todo lo que quisiera, que ella siempre estaba con él y le escuchaba desde
el cielo. Luego la maestra le enseñó a escribir cartas:
Querida
Abuela:
Espero
que al recibo de la presente se encuentre usted bien, yo estoy bien a Dios
gracias. Le escribo estas cuatro letras…
Esta
fórmulas las usó hasta muy mayor. Dejó de hacerlo durante el servicio militar
para escribirle a Paco, pero siguió usándolas con el resto de personas
destinatarias de sus misivas.
Alvaro
Valbuena escribió cartas toda su vida, primero a su madre y a su abuela. las
dirigidas a su madre las enterraba a los pies del chirimoyo del patio sin que
nadie se enterara. Poco a poco la gente del pueblo empezó a buscarle para que
les leyera, o le escribiera, la escasa correspondencia que intercambiaban. En
los dos años que pasó en la Marina escribió mucho. A la tía Isabel, al párroco,
a la maestra, al boticario y, sobretodo, a Paquito. Cuando terminó la mili
empezó a escribir porque si. Le gustaba “disfrazarse”, un día era una colegiala
enamorada escribiendo a su amado y otro un abuelo indignado que mandaba una
misiva al Excmo. Ayuntamiento informando del mal estado del pavimento de su
calle. Empezó a descubrir muchas partes de si mismo expresándose en sus cartas,
a explorar sus preocupaciones, a repetirse en los temas. El miedo, la muerte,
el amor prohibido, la culpa y la vergüenza de ser, la culpa y la vergüenza de
no defender los que se es. Escribió tanto y tan profundo que en los años 80 se
decidió a publicar.
Cuando
terminó la mili visitó a su abuela en Málaga. El tío Enrique y su esposa habían
vuelto a la ciudad y le invitaron a quedase en su casa. Álvaro aprovecho este
tiempo para hacer un curso de taquigrafía y mecanografía. Encontró trabajo en
una oficina y ahorró un poco de dinero y se fue a Barcelona donde Paquito había
empezado a trabajar en un local nocturno.
En
Barcelona trabajó dos meses como dependiente en una tienda de ropa y luego en
la oficina de una gran imprenta donde pasó el resto de su vida laboral.
El de
junio de 1977 Álvaro y Paquito participaron en la primera manifestación masiva
del orgullo gay de Barcelona.
En
diciembre de 1984 la revista “Party” publicaba esta carta de un autor
totalmente desconocido hasta entonces, con el título: “La carta que me devolvió
la dignidad”
Cádiz
a 26 de noviembre de 1956.
Paquito
de mis entretelas:
No
veo el momento de volver a encontrarme contigo. Vida mía resiste, no te rindas,
por la gloria de mi madre te juro que en cuanto pueda quitarme estas horrorosas
botas militares iré a buscarte. Nos iremos lejos, lejos donde no haya nadie,
lejos donde ya no tenga que esconderme. Te juro amor mio que subiré a una
montaña y dejaré que el eco de mis gritos repita: Paco Gutierrez… errez…
errez... Paquito… ito… ito… ito… es el amor… mor… mor… de mi vida… ida… ida…
ida…
Paquito
cariño, perdóname. He sido tan cobarde, no merezco tu perdón, aún así, te lo
imploro. Me muero de vergüenza recordando la salida del colegio cuando los
niños hacían corrillo cantándote: “Paca, Paquita, mariquita azúcar…” y yo en el
corro, me movía para que nadie viera que yo no cantaba. Nunca te defendí. Luego
cuando todos merendaban en sus casa nos encontrábamos en el río y yo llevaba
las cartas que escribía a mi madre. Nadie nunca las leyó, solo tu mi vida, yo
te las confiaba como un tesoro y las leías despacito. Nunca me traicionaste mi
amor, porque tu, tu si que eres valiente, ni siquiera cuando te tiraban piedras
y yo participaba, con cuidado de no darte eso si… cobarde, gusano.
Supe
por el Eusebio que después de la jura de bandera te mandaron a Burgos, y que
allí sigues siendo el saco en el que muchos descargan los golpes, “el maricón
de mierda”. Cabrones, me enciendo al pensar lo que puedes estar viviendo, y yo
el mismo gusano de siempre te escribo cartas encerrado en la letrina, me han
puesto de mote de “El estreñio”. Cuando limpio las oficinas de Capitanía
rebusco en las papeleras, siso el papel arrugado y los cabos de lápiz, alargo
los lápices atándoles una caña y con eso te escribo cartas, luego como el
cobarde que soy las rompo en pedacitos muy pequeños y las tiro en la letrina,
uso la basura de los oficiales para escribir cartas de amor y luego las tiro
con la mierda de todos.
Pero
esta carta mi amor no voy a romperla, algún día te la daré, mientras tanto la
llevaré en el bolsillo.
Paquito
estoy descubriendo que tengo dos formas de vivir las cosas que me dan miedo,
intentar no vivirlas (como cuando pedía por dentro que dejaran de tirarte
piedras) o vivirlas aunque den miedo y confiar en que tendré la fuerza y la
inteligencia que necesite para hacerlo cuando llegue el momento.
Llevaré
esta carta en el bolsillo hasta que pueda dártela porque quiero entrenarme en
ser digno de tu amor.
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