PASEO NOCTURNO
La noche es clara, hay luna llena, paseamos; siempre lo hacemos a esta hora, después de cenar. Cojo a mamá del brazo, pero da un respingo y me suelta; dice que hace calor y es verdad, pero por el movimiento involuntario de su labio superior, sé que no es ese el motivo. Está enfadada, lo sé; mira de reojo.
Me abanico con la mano; está siendo un verano tórrido.
―Deja de hacer eso, que me vas a resfriar. ―Mira al frente.
―¡Mamá! ―Caminamos separadas. Sí lo sabré yo. El labio no para.
―La otra tarde empezaste a pasar las hojas de una revista y yo, que estaba a tu lado, empecé a estornudar.
―Exagerada.
―¿Exagerada yo? ―Tiene ganas de bronca. Guardo silencio. ―¡Si te rizaras el pelo!
―¿Qué? ―Acaba de pasar el autobús y con el sonido chirriante de los frenos no la he entendido, o al menos, no he querido hacerlo. Ella me mira por fin y toma un mechón de mi pelo.
―Qué si te hicieras la permanente, no tendrías calor, que estás sorda. ―Ha dicho lo que temía.
―¿Y eso qué tiene que ver?
―Lo llevarías mojado y con los tirabuzones estarías muy bien, como Margarita; mira qué mona va siempre, no como tú, que no sabes sacarte partido. ―Ya estamos otra vez.
―Mamá, lo mejor para el calor es recogerme el pelo en una coleta, pero no lo hago porque siempre me has dicho, desde que era pequeña, que tengo orejas de soplillo y me has creado el complejo para toda la vida. ―Le muestro una de mis orejas. ―Y ya, si me pongo las gafas, apaga y vámonos.
―Eso no es crearte complejo, es aconsejarte. ―Levanta la voz y mira mi blusa de manga ranglán. ―Debes ponerte hombreras, ahora que están de moda; tienes los hombros muy caídos.
―Complejos, los tengo desde que nací y es por tu culpa.
―Usted perdone. ―Me llama por mi nombre completo. ―No quiero que vayas a la calle hecha un adefesio; a estas alturas y todavía tengo que estar pendiente de ti.
―¿A eso le llamas estar pendiente de mí? ―Giro la cabeza hacia la carretera. Pasa un descapotable rojo y una pareja dentro; me viene el sonido de una canción, creo que es Cien Gaviotas, de Duncan Dhu, pero a la velocidad que va, no puedo asegurarlo. Ojalá fuese yo la chica; lleva el pelo recogido; en los escasos segundos en que la he contemplado, me ha parecido guapa. Vuelvo a abanicarme con la mano; tenía que haber cogido el pai pai que me dieron en la feria.
―Peor eres tú ―me dice; le lanzo una mirada felina.
―¿Yo? ―El calor es asfixiante, no da tregua.
―Ahora hazte la loca. ―Levanto las cejas― Te vi, hablabas de mí con Pepita, no me lo niegues, que te vi, no te diste cuenta, pero yo estaba asomada al patio. Os reíais de mí. Delante de mis ojos. ―Se los señala con la mano derecha. Mamá, cuando quiere, se pone muy dramática.
―¡Anda, por eso estás hoy tan antipática conmigo! ―Esbozo una sonrisa que a ella la cabrea más. Su labio se mueve desenfrenado.
―Le dijiste mi edad, tratándose de Pepita; a estas alturas ya lo sabrá todo el mundo.
―¡Pero mamá! Si llevas cuatro años cumpliendo los cincuenta, que ya no se lo cree nadie, en algún momento habrá que pasar a los cincuenta y uno, digo yo. ¿Qué culpa tengo yo de haber visto tu documento de identidad sobre la coqueta cuando quitaba el polvo? No tuve más remedio que mirar tu año de nacimiento; si eso era un tabú para todo el mundo, incluida tu hija, la curiosidad me pudo. Lo vi. Mil novecientos veintinueve, pero no pasa nada, cada uno tiene los años que tiene.
―Dilo más alto, que algunos vecinos todavía no lo saben. Anda, que no te importa nada, eres una hippy de esas, tan rara como la tía Maruja. ―Me afea el gesto. En ese momento, sale Julita de su casa con la basura, dispuesta a volcar la bolsa en el contenedor. Se percata de nuestro malestar y no nos dice nada, solo hace un gesto de saludo con la cabeza. Torcemos hacia la izquierda, en dirección a Virgen de la Cabeza. Las ventanas de las casas permanecen abiertas deseando atrapar la poca brisa que corre. Todas las noches nos fijamos en el interior de las viviendas, imaginamos quién serán sus ocupantes, observamos la decoración que vemos desde la calle; nos reímos, incluso. Pero esta noche, mamá está enfadada, dolida, sigue en silencio. No le pienso pedir perdón por algo que no tiene importancia.
Seguimos calladas durante unos veinte minutos hasta que ella se detiene y me pregunta la hora. Le digo que son casi las once.
―Vamos a dar la vuelta. ―contesta―. Esta noche ponen el largometraje de Rebeca.
―Ah, la de Betty Davis.
―No, niña, es de Joan Fontane.
―No, Betty Davis.
―Que no, eso no me lo discutas, que la veía en el cine Capitol con mi hermano en la sesión continua y por dos pesetas nos tragábamos la película dos veces.
―Vale, para ti la perra gorda. ―Damos la vuelta. Caminamos deprisa hacia casa.
Enciendo el televisor; la película está empezada. Papá se ha acostado ya, tenemos todo el sofá para nosotras, abrimos la ventana y apagamos la luz para que no entren los mosquitos; cada una coge una bolsa de pipas y nos sentamos compartiendo el bol para echar las cáscaras. Nuestros rostros apenas se ven, solo nos ilumina la luz zigzagueante de la pantalla.
―¿Te acostarás, después, en la cama de mi hermana? ―Le pregunto aprovechando que se ha ido este verano a compartir piso con unos amigos en Pedregalejos. No me gusta dormir sola.
―Si
―Pero no ronques.
―No. ―Los ojos y toda su atención están puestas en la película.
RELATO CORREGIDO
PASEO NOCTURNO
La noche es clara, hay luna llena,
paseamos; siempre lo hacemos a esta hora, después de cenar. Cojo a mamá del
brazo, pero da un respingo y me suelta; dice que hace calor y es verdad, pero
por el movimiento involuntario de su labio superior, sé que no es ese el
motivo. Está enfadada, lo sé; mira de reojo.
Me abanico con la mano; está siendo
un verano tórrido.
―Deja de hacer eso, que me vas a
resfriar. ―Mira al frente.
―¡Mamá! ―Caminamos separadas. Sí lo
sabré yo. El labio no para.
―La otra tarde empezaste a pasar las
hojas de una revista y yo, que estaba a tu lado, empecé a estornudar.
―Exagerada.
―¿Exagerada yo? ―Tiene ganas de
bronca. Guardo silencio. ―¡Si te rizaras el pelo!
―¿Qué? ―Acaba de pasar el autobús y
con el sonido chirriante de los frenos no la he entendido, o al menos, no he
querido hacerlo. Ella me mira por fin y toma un mechón de mi pelo.
―Qué si te hicieras la
permanente, no tendrías calor, que estás sorda. ―Ha dicho lo que temía.
―¿Y eso qué tiene que ver?
―Lo llevarías mojado y con los
tirabuzones estarías muy bien, como Margarita; mira qué mona va siempre, no
como tú, que no sabes sacarte partido. ―Ya estamos otra vez.
―Mamá, lo mejor para el calor es
recogerme el pelo en una coleta, pero no lo hago porque siempre me has dicho,
desde que era pequeña, que tengo orejas de soplillo y me has creado el complejo
para toda la vida. ―Le muestro una de mis orejas. ―Y ya, si me pongo las gafas,
apaga y vámonos.
―Eso no es crearte complejo, es
aconsejarte. ―Levanta la voz y mira mi blusa de manga ranglán. ―Debes ponerte
hombreras, ahora que están de moda; tienes los hombros muy caídos.
―Complejos, los tengo desde que nací
y es por tu culpa.
―Usted perdone. ―Me llama por mi
nombre completo (FALTARÍA AÑADIR EL NOMBRE) ―No quiero que vayas a la calle hecha un adefesio; a estas
alturas y todavía tengo que estar pendiente de ti.
―¿A eso le llamas estar pendiente de
mí? ―Giro la cabeza hacia la carretera. Pasa un descapotable rojo y una pareja
dentro; me viene el sonido de una canción, creo que es Cien
Gaviotas, de Duncan Dhu, pero a la velocidad que va, no
puedo asegurarlo. Ojalá fuese yo la chica; lleva el pelo recogido; en los
escasos segundos en que la he contemplado, me ha parecido guapa. Vuelvo a abanicarme
con la mano; tenía que haber cogido el pai pai que me dieron en la
feria.
―Peor eres tú ―me dice; le lanzo una
mirada felina.
―¿Yo? ―El calor es asfixiante, no da
tregua.
―Ahora hazte la loca. ―Levanto
las cejas― Te vi, hablabas de mí con Pepita, no me lo niegues, que te
vi, no te diste cuenta, pero yo estaba asomada al patio. Os
reíais de mí. Delante de mis ojos. ―Se los señala con la mano derecha.
Mamá, cuando quiere, se pone muy dramática.
―¡Anda, por eso estás hoy tan
antipática conmigo! ―Esbozo una sonrisa que a ella la cabrea más. Su labio se
mueve desenfrenado.
―Le dijiste mi edad, tratándose de
Pepita; a estas alturas ya lo sabrá todo el mundo.
―¡Pero mamá! Si llevas cuatro años
cumpliendo los cincuenta, que ya no se lo cree nadie, en algún momento habrá
que pasar a los cincuenta y uno, digo yo. ¿Qué culpa tengo yo de haber
visto tu documento de identidad sobre la coqueta cuando quitaba el polvo? No
tuve más remedio que mirar tu año de nacimiento; si eso era un tabú para todo
el mundo, incluida tu hija, la curiosidad me pudo. Lo vi. Mil novecientos
veintinueve, pero no pasa nada, cada uno tiene los años que tiene.
―Dilo más alto, que algunos vecinos
todavía no lo saben. Anda, que no te importa nada, eres una hippy de esas, tan
rara como la tía Maruja. ―Me afea el gesto. En ese momento, sale Julita de su
casa con la basura, dispuesta a volcar la bolsa en el contenedor. Se percata de
nuestro malestar y no nos dice nada, solo hace un gesto de saludo con la
cabeza. Torcemos hacia la izquierda, en dirección a Virgen de la Cabeza. Las
ventanas de las casas permanecen abiertas deseando atrapar la poca brisa que
corre. Todas las noches nos fijamos en el interior de las viviendas, imaginamos
quién serán sus ocupantes, observamos la decoración que vemos desde la
calle; nos reímos, incluso. Pero esta noche, mamá está enfadada, dolida, sigue
en silencio. No le pienso pedir perdón por algo que no tiene
importancia.
Seguimos calladas durante unos veinte
minutos hasta que ella se detiene y me pregunta la hora. Le digo que son casi
las once.
―Vamos a dar la vuelta. ―contesta―.
Esta noche ponen el largometraje de Rebeca.
―Ah, la de Betty Davis.
―No, niña, es de Joan Fontane.
―No, Betty Davis.
―Que no, eso no me lo discutas, que
la veía en el cine Capitol con mi hermano en la sesión continua y por dos
pesetas nos tragábamos la película dos veces.
―Vale, para ti la perra gorda. ―Damos
la vuelta. Caminamos deprisa hacia casa.
Enciendo el televisor; la película
está empezada. Papá se ha acostado ya, tenemos todo el sofá para nosotras,
abrimos la ventana y apagamos la luz para que no entren los mosquitos; cada una
coge una bolsa de pipas y nos sentamos compartiendo el bol para echar las
cáscaras. Nuestros rostros apenas se ven, solo nos ilumina la luz
zigzagueante de la pantalla.
―¿Te acostarás, después, en la cama
de mi hermana? ―Le pregunto aprovechando que se ha ido este verano a compartir
piso con unos amigos en Pedregalejos. No me gusta dormir sola.
―Sí
―Pero no ronques.
―No. ―Los ojos y toda su atención
están puestas en la película.
No hay comentarios:
Publicar un comentario