«Te levantarás
despacio...»
—No, mamá, no, te he dicho que no vengas.
Es el primer
año que Lorena va al instituto. En su colegio no hay Bachillerato. Mientras se
carga la mochila esquiva a su madre que le cierra el paso indolente con los
brazos en jarra.
—Pero, ¿a qué viene eso ahora? ¿Por qué
ayer sí, y hoy, no? ¿Qué tripa se te ha roto? ¿ Por qué no quieres que te
acompañe a clase? —replica Inés mientras impide que su hija
cierre la puerta y se vaya sin ella.
—No es de ahora.
—¿Desde cuándo, entonces?, porque llevo
toda la vida llevándote al cole y nunca te has quejado, al revés, te
enfurruñabas si te llevaba la abuela cuando yo no podía. —Y
apresura el paso hasta alcanzar a su hija en el rellano mientras se termina de
poner el abrigo.
—Desde que voy al instituto, mamá, que
pareces tonta.
—Cuidadito, no te
pases: ¿en qué plato has comío conmigo?
—Además, si va a
terminar el primer trimestre, ¿por qué no me lo has dicho antes?
—Porque me daba cosa
desilusionarte.
— ¿A mí?, ¿desilusionarme a mí? Pero si llevo años cambiando el turno para acompañarte a clase,
tragándome el puto turno de tarde porque a ti, a mi niña, le hacía ilusión. —Venga, contesta de una puñetera vez: ¿qué ha cambiado?
—Me da vergüenza, mamá.—¿No lo entiendes? —Me da vergüenza que me acompañes al
instituto.
Y Lorena baja
los escalones de dos en dos y casi se da de bruces contra el cristal del portal
que abre con premura para escapar del interrogatorio, que a voces, le hace su
madre desde el hueco de la escalera.
—¿Vergüenza?, ¿te avergüenzas de tu
madre? Pues ya sabes, te vas a vivir con el perfecto de tu padre y listo.
—Que no es eso —le contesta la hija que se demora para responderle.
—¿Cómo que no es eso? —Acabas de decir que te avergüenzas. —Soy gorda y estoy muy estropeá, pero sorda
todavía, no.
—He dicho que me da vergüenza, no que me
des vergüenza, que siempre lo lías todo.
—Y ahora me vas a decir que no es lo
mismo. —¿Qué pasa?, ¿qué no estoy a la altura de
las otras madres?
—No conozco a ninguna madre —le responde con
voz cansina mientras anda.
—¿Qué has dicho? —le
increpa Inés cuando le da alcance en el semáforo en rojo—. No hables por lo bajini que no te escucho.
—Y tú no grites, que nos está mirando todo el
mundo —le recrimina Lorena.
—¡Ah!, ¿también te da vergüenza que nos oigan?,
¡porque a mí me importa una mierda!
—Mamá, por favor, que no es eso. —Y se vuelve mientras intenta escabullirse aligerando
el paso.
—Entonces, ¿qué es lo que te avergüenza
que todavía no me he enterao?
—A ninguna compañera la acompaña su madre
al instituto. —Eso es.
—Así que es eso… Que tu madre está chapá a la
antigua —le balbucea Inés que se ha quedado sin
aire para pillarla en el siguiente semáforo.
—Tú, siempre tú, y
nadie más que tú, mamá.
—¿Y tú ,qué?
—Nada, mamá, yo nada. —Yo nunca hago nada bien.
—Nada, mamá; no, mamá, ¿es lo único que
se te ocurre decir?
—No, también te
digo: tengo 16 años.
Y Lorena aprieta
los puños; los nudillos, blancos, y las lágrimas, a punto de desbordarse. Se
siente impotente. Se siente incomprendida. Se siente sola. Lo único que quiere
es llegar al instituto, refugiarse en su grupo.
—Ah, claro, eres ya muy mayor. Pues te
voy a decir una cosa: mientras estés bajo mi techo te voy a seguir acompañando
al instituto; y vas a volver a casa a las 10, y no vas a quedarte en casa de
ninguna amiga hasta que madures de verdad. Que hay mucho niñato por ahí suelto
y tú tienes las hormonas revolucionás.
—Mamá —dice
la adolescente tajante mientras aguarda a su madre para contarle algo antes de
dar la vuelta a la esquina y correr calle abajo hasta desaparecer.
—Vaya, la señorita
se ha dignado a pararse a esperar a su madre, —¿qué coño me vas a pedir ahora?, —porque si te has parado es para pedirme
algo.
—¿Te acuerdas de Miguel, el del quiosco?
—¿El hijo de Dña. Emilia? —pregunta con sonrojo— ¿qué puñetas pinta Miguel aquí, ahora? —¿No me irás a decir que tienes un
problema con él? Es un
hombre casado, respetable, el concejal del distrito...
—Yo, no, pero la abuela hace tiempo, sí;
con él y contigo. —Y
continúa con voz engolada: «Me contó
lo que le hicisteis pasar…,
bueno, lo que le hiciste
pasar cuando te enamoraste de él; tú, con 15 años, él, con 20».
—¿Yo?, yo nunca le he dado quehacer a mi
madre, tu abuela siempre ha tenido la lengua muy larga. «Vieja chocha, piensa,
¡mira que contarle lo mío con Miguel! ¡Qué falta hará darle alas a la niña!,
porque ella a mí bien que me las cortó. Seguro que solo le ha contado que
faltábamos a clase para irnos al parque, o que le decía que iba a casa de mi
amiga Mari a estudiar y lo que hacía era irme con él a escuchar música a su
casa mientras Dña. Emilia estaba en el quiosco, y el padre…, bueno, el padre criaba malvas desde
hacía ya tres años. ¿Le habrá contado cómo acabó la historia? ¿De cuando me
mandó al pueblo con su madre porque le dije que estaba durmiendo en casa de una
amiga y en realidad…? Pero es que antes una muchacha de 15 años era ya una
mujer, —quiso justificarse—.
Y seguro que no le contó la pena negra que se me metió dentro que hasta mi
abuela creía que me moría».
—Pero, Nena, ¿dónde vas? —grita
Inés saliendo de su ensoñación—. No corras. —Espérame.
—Déjame en paz, —la oye decir.
Lorena corre
calle abajo, no vuelve la vista atrás aunque la escuche.
—¡Castigada el
fin de semana!
—¡Qué te calles, bruja! —le
responde sin mirar mientras tira el desayuno en la acera.
—Sigue y te olvidas de ir con tu primo al
concierto.
—¡Te odio! —le
escupe la adolescente crecida y confiada al ver próximo a su grupo.
E Inés que la
ve perderse entre la turba de estudiantes, se detiene. Ya no chilla. Continúa la
charla, ahora monólogo, con un susurro que suena a súplica:
—Nena, el desayuno, —que se te ha caído —le dice recogiéndolo—.
Que es de chopped, —del que
a ti te gusta. — Nena, ¿llevas dinero para el bus de
vuelta?: va a llover. —Nena, hoy hay espaguetis. —Nena,
nena, ten cuidado. —Nena…—Y
sus hombros caen derrotados, y los años le llueven de golpe, y las canas se
muestran insolentes mientras Inés recuerda aquella canción de Serrat que tanto
odiaba su madre: «… y en el reloj darán las diez».
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